No sé si muchos sabéis que cuando no estoy al ordenador torturando personajes me dedico a torturar alumnos en un centro de primaria, en Lanzarote. No me puedo quejar, ni del clima, ni del horario, ni de los chavales, ni del entorno, desde luego, pero cuando estudiaba Magisterio en Las Palmas nadie me dijo que dar clase iba a ser tan tremendamente agotador.
Me gusta enseñar, me gusta ver crecer y ayudar -más que enseñar, ayudamos- a los chicos y chicas a encontrar su lugar y forjarse una personalidad que les lleve lo más lejos posible, pero el consumo diario de energías físicas y mentales resulta devastador.
Porque no es sólo que las horas en el cole resultan un infinito de gritos, llamadas de atención, impotencia y preocupaciones, sino que las tardes ¿libres? no dejan de ser una continuidad de trabajos, exámenes, correcciones y preparación del día siguiente.
Treinta muchachos y muchachas de diez años en un aula de veinte metros cuadrados, sin el más mínimo interés por lo que les estás mostrando y sí muchas ganas de salir de allí a charlar y contarse lo que sea que de verdad les preocupa. ¡Qué difícil!
Así que después de nueve meses a razón de diez horas diarias de niños y papeleos, espero aprovechar estas semanas para escribir, si se puede. A ver qué sale de todo esto.
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