Gran Canaria Sucumbe
(Relato Z inédito)
Al final lo he conseguido. No voy a decirte que haya sido más fácil de lo que esperaba porque nunca me atreví a imaginar siquiera que pudiera salir bien. Pero sí, finalmente me he decidido a preguntárselo y Ana María ha respondido que también le apetece que intentemos empezar algo juntos. Es el día más feliz de mi vida.
La espero en la plaza del Obelisco nervioso como un chiquillo, mis zapatillas tamborilean contra el suelo mientras veo pasar guaguas amarillas y taxis blancos y pienso que lo más probable es no aparezca. Cada poco echo un vistazo a la puerta de Humanidades, seguro de que no la veré salir por ella. Y sin embargo allí está, viene hacia mí, quizá su sonrisa no sea todo lo amplia que me gustaría pero, eh, bastante es que no se haya arrepentido. Y aunque te aseguro que no soy ningún galán, voy a hacer lo posible porque pase una tarde especial. Por lo menos diferente.
Ana y yo somos distintos. Ella un cerebrito de las letras, puede hablar en idiomas que ni tu ni yo sabemos que existen, y yo soy más un loco del rol, de los zombis, de las series online y las partidas multiplayer. Ella vestida con flores y yo de negro sepulcral. Somos opuestos pero ya sabes lo que dicen. Y aquí vamos, recorriendo Tomás Morales uno al lado del otro, charlando de cualquier cosa. A veces, sin querer apenas, nuestras manos se rozan al caminar.
¿Que de qué hablamos? Justo ahora le hacía notar lo nervioso que parece estar hoy todo el mundo.
Es la hora de salida de colegios, institutos y facultades, hora en la que muchos dependientes cambian de turno y las oficinas cierran para el descanso del almuerzo, hora en que las arterias de León y Castillo, Bravo Murillo y Rafael Cabrera confluyen en la estación de San Telmo para llenar sus guaguas con un sinfín de pasajeros. La hora en la que las terrazas de Triana y sus restaurantes de comida rápida se abarrotan hasta el agobio, y esa porción de la ciudad bulle como una olla a presión cargada hasta la tapa. Será un bullicio pasajero, claro, como cada día laborable, y que se desvanecerá en unos minutos, pero en ese momento en el que Ana María y yo nos acercamos a San Telmo, prácticamente no podemos caminar sin tropezar con algún otro paseante.
Y todos parecen tan jodidamente nerviosos.
Al llegar comprendo a qué tanto revuelo. La famosa plaza radial, con el gran árbol en medio y su icónico quiosco de música, está tomada por los puestos de lona verde que exponen novelas de toda clase y condición. Ana María, como digo fanática de las letras, me pide disfrutar unos minutos de la Feria del Libro antes de coger la guagua y dirigirnos a Las Canteras. Así que compro unos menús para llevar en el McDonald's y nos sentamos en uno de los bancos del parque a escuchar por megafonía la charla del autor de una novela que está siendo presentada en la carpa principal.
Es una novela de zombis, parece, una que transcurre en Las Palmas, además, y Ana, lectora académica y rigurosa, opina que qué estupidez, que eso nunca podría suceder aquí. Yo encojo los hombros. Total, la que sabe de libros es ella.
Termino la hamburguesa y escucho el resto de la charla con interés. No parece especialmente bueno pero me pica la curiosidad. Y mientras, pienso en cómo acercarme más a Ana María. Le apetecerá un helado, alguna otra cosa, quizá pasear, mirar libros. En ésas, noto que se acomoda en el banco y se arrima hacia mí. Has oído eso, me pregunta. Es difícil saber a qué se refiere porque la plaza vibra de animación y de ruido, pero de pronto sí, lo escucho, un sonido brutal, como un golpetazo que incluso parece sacudir el suelo. El estallido se repite, una y otra vez, igual que si un tropel de caballos irrumpiera en el parque.
Qué raro, si aquí nunca pasa nada.
Los gritos comienzan.
Me pongo de pie en nuestro banco de piedra y Ana María hace lo mismo. Vemos que los asistentes a la feria han empezado a correr, con las miradas desencajadas por el pánico, porque una turba de hombres y mujeres con expresión deforme les persiguen como si quisieran morderles.
El caos se desata en San Telmo y en sus calles anexas. La gente huye, intenta escapar de allí, pero todas las ramas están colapsadas y apartarse es imposible. Aquél que se despista acaba sepultado por un amasijo de músculos bulbosos y encías ensangrentadas. Veo al escritor en la carpa principal luchar por alejar la cara de los dedos que, como alambres descarnados, intentan arañarle. Eso te pasa por escribir tonterías, pienso, sin darme cuenta. Me mira y grita, yo aparto la mirada cuando las manos agarran su cabeza y la hacen girar más de lo anatómicamente permitido. A pesar de la distancia y del griterío, me parece escuchar el creeck que troncha su cuello y deja su cráneo colgando como una piñata a la espera de que esos dientes turbios le saquen su contenido.
Con un tirón de mi camiseta Ana María secuestra mi atención y me devuelve al banco de piedra. Hombres, mujeres y niños corren hacia nosotros buscando el refugio de la estación subterránea, sin embargo los que resultan mordidos sólo tardan un instante en empezar a retorcerse y convulsionarse transformados en una más de esas criaturas ansiosas de carne humana. Su número se multiplica por momentos, dejando la entrada del Hoyo convertida en un cuello de botella fatídico del que no hay escapatoria. Parte de los supervivientes se desvían hacia la calle Triana y eso decidimos hacer Ana y yo.
Para conseguirlo debemos esquivar la marea de cuerpos humanos y no tan humanos que confluyen en el quiosco de la música. Logro zafarme del abrazo de un tipo desgarbado y confuso que busca a su mujer entre la multitud y al que le falta la mitad de la mejilla y pierde sangre por un mordisco en el pecho, pero al hacerlo quedo expuesto a la llegada de media docena de alimañas cegadas por el hambre. He visto seres como estos en mil películas y aún así no consigo creerlo, no en Gran Canaria. Ana tira de mí para sacarme del barullo pero algo más fuerte que ella me sujeta, algo que una vez fue un niño y que ahora, convertido en un ser de pesadilla, balbucea mientras se afana en morder mi pantorrilla. Grito en busca de auxilio, y aunque nadie me oye es la propia marabunta la que se lo lleva por delante y me libera en su carrera descerebrada.
Ana María y yo cruzamos hacia Triana. Uno de los coches atascado en el inútil semáforo se harta de esperar y acelera pasando por encima de una decena de cuerpos fláccidos que resultan aplastados como sacos de vísceras secas. Corremos obligados a evitar otro enjambre de seres infectos que brota del McDonald's, las criaturas sacuden los escaparates y tratan de colarse en las tiendas de ropa, tropiezan con los bancos y se aúpan para alcanzar los balcones de las viviendas y oficinas más bajas. El horror se adueña de la avenida abarrotada y se extiende por los estrechos callejones colindantes al tiempo que cientos de paseantes son mordidos y convertidos en enfermizos demonios hambrientos.
Intentó alejar a Ana María de allí, trepamos por encima de la montonera de cuerpos que se empujan para alcanzar la Plaza de las Ranas. Cuando llegamos al Monopol descubro que en el barranco la autovía está atascada por varias decenas de coches cruzados entre los que deambulan más de esas criaturas. Tenemos que movernos, alrededor de la biblioteca se ha desatado un pandemonio. Huelo el humo, siento el calor de los incendios y taladran mis oídos las sirenas de los vehículos siniestrados. Encuentro el hueco para cruzar hacia Vegueta y entonces el viejo teatro Guiniguada explota. Todo el edificio, la manzana entera. Salgo despedido y pierdo el contacto con Ana María, es como si el aire quemara en mi mano vacía. Mis dedos buscan los suyos mientras planeó hasta estrellarme contra un trío de contenedores multicolor. Cuando reaccionó mi orientación es la de un trompo que acabara de detenerse tras girar sin control. No sé dónde estoy, ni dónde está ella, sólo que esos gritos dementes cada vez suenan más fuerte. Y más cerca.
Dolor. Cuando me toco la cabeza descubro una brecha abierta, retiró la mano manchada de sangre y la miro un segundo. La observo, mi flequillo está adherido a la piel ensangrentada de mi frente, que palpita, mientras mi párpado derecho se niega a abrirse. Más allá, la masa deforme de cuerpos en descomposición se precipita hacia mí.
Una mano me saca del estupor y tira de mí hacia la catedral. Es Ana María, y juró que nunca volveré a soltarla.
Qué está sucediendo, no puedo creerlo. Oigo los gritos, las sirenas, los llantos. Un hombre cae delante de mí, le reconozco, trabaja en la universidad. Dudo si ayudarle pero otros me empujan y me hacen saltar por encima de él. Escucho su alarido cuando las criaturas que nos persiguen se abalanzan sobre sus muslos, pero sigo corriendo, continúo buscando refugio con los dientes apretados y la mano de Ana comprimida entre las mías tan fuerte como soy capaz.
La plaza de Santa Ana se desborda ante la llegada de la turba que inunda las calles de Vegueta. Veo la catedral violada por seres babeantes que entran en pos de los que han buscado refugio en ella. Un grupo de supervivientes corre hacia la avenida marítima pero los que tratamos de seguir hacia delante buscando el espacio abierto de la Vega de San José quedamos atrapados en las callejas estrechas y enrevesadas del antiguo barrio capitalino.
Ana y yo nos encaramamos a la reja de un portal y oteamos por encima de cuerpos y cabezas intentando intuir el camino despejado. Las criaturas no esperan a nadie ni se inmutan ante los obstáculos. Corren y arañan, saltan y atrapan, abrazan a los más lentos y mascan su carne sin ningún reparo hasta que, como ellos, estos vuelven a levantarse gruñendo y olisqueando el aire.
Una maraña de manos agarra mi pelo y tira de mi ropa, me hace caer. Oigo los gemidos de mi compañera a mi espalda y sólo pienso en continuar, en ponerla a salvo. Me escapo de los dedos que buscan mis ojos y entran en mi boca y reemprendo la huida arrastrando conmigo a Ana María. La calle empedrada se empina y empiezo a desfallecer, cada vez cuesta más mantenerse de pie y zafarse de esas garras. No puedo más, nos alcanzan, me sujetan, tiran de mí, me niego a dejarme atrapar ni mucho menos a soltar a Ana pero ¿hacia dónde ir? El cielo se cierra a mi alrededor convertido en una maraña de manos, de bocas, de lenguas purulentas...
Una puerta se abre entonces, veo la luz en el portal de un edificio cercano. Dos disparos surcan la distancia entre el umbral y nosotros y me arrancan dos criaturas de encima. Una pareja de jóvenes armados me llama desde allí y no dudo en sacar fuerzas de flaqueza y correr hasta ellos. Leo el letrero en la puerta, Centro de la Juventud San Antonio, antes de que tiren de mí y me metan dentro del edificio cerrando la puerta a mi espalda. No pienso soltar la mano de Ana, no pienso soltarla.
Los infectados han quedado fuera. Los chicos me dan la vuelta, me preguntan por mi estado, me ponen de pie y noto cómo quieren separarme de Ana. Me niego con rabia pero uno de ellos me obliga a mirar y descubro que todo lo que me queda de mi compañera es un muñón que se quiebra a la altura del codo. El resto de Ana no ha llegado conmigo al albergue.
Me desplomo y recibo las mantas y la cantimplora de mis rescatadores. Me miran fijamente y ven la determinación en mis ojos. Ellos saben, y ahora yo también, que la batalla ha comenzado.
El Apocalipsis Zombi ha llegado a Gran Canaria.
Apocalipsis Zombie Gran Canaria 2014.
29 de mayo- 31 de mayo
http://www.elelfogris.es/
Por Miguel Aguerralde, autor de 'Caminarán sobre la tierra' (Ed. Dolmen),
esa novela Z que sucede en Gran Canaria.
1 comentario:
Me encanta que acabe en el Centro Insular, ¡que grande Miguel!
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